lunes, 2 de febrero de 2015

Suerte, compañera.

Si todo acaba siendo cuestión de suerte, tengo un problema. Y es que la suerte nunca ha sido mi punto fuerte y tampoco ha pretendido ser mi compañera.

La suerte se parece un poco a todas esas cosas que dejamos sin decir. Todas esas palabras arrinconadas en una esquina de nuestros miedos, estratégicamente posicionadas, que dejamos para mañana porque para nosotros siempre hay tiempo para seguir viviendo. El verbo vivir lo tenemos tan asociado al futuro que a veces no nos permitimos vivir hoy, en el presente. Quizá eso nos pasa con la suerte, siempre andamos esperando un golpe de ella y, como buenos masoquistas que somos, todavía no escarmentamos de los golpes de la vida.

A lo mejor- y sólo a lo mejor-, la suerte se ha cansado de que todos estemos esperando que nos persiga y choque con nosotros. A lo mejor- y sólo a lo mejor-, ella es la que necesita que alguien se choque con ella, le diga que todo va a ir bien y que, además, le coja de la mano y se lo enseñe.

La suerte es sólo una mujer con labios carmín, una mujer a la que le duelen los pies por ir en tacones para disimular que le tiemblan las piernas. La suerte es esa mujer que se siente llena de miedos pero aún así sigue dando la cara cada vez que las cosas se tuercen y todo duele un poco más.

La suerte es esa mujer que todos quieren ver a su lado pero que a veces ninguno se molesta en mirar. Esa mujer culpable de no estar a la altura de las expectativas de los demás porque para ellos nunca es suficiente.

La suerte es la mujer que vosotros queráis que sea. Y qué más da.

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