lunes, 12 de enero de 2015

Consecuencias.

Me enseñaron que
hay que dejar salir lo que sientes
y dejar de medir las consecuencias
por un momento.
El verdadero error fue
medir todas tus consecuencias
antes de lo previsto.
Estrellarme.

El amor está lleno
de debilidad.
Y, de cuando en cuando,
la vida abre una ventana
y se deja asomar por él.
Por eso también está lleno
de vida,
pero por dentro
-en las entrañas-.

Por eso acabo perdiendo los trenes,
por esperar al único
que nunca se ha molestado
en revisar cuántos pedazos
quedan en esta parada.
Porque caminar siempre sale menos rentable
que correr y dejarse los miedos
en cualquier semáforo en rojo.

Morimos de grandes esperanzas,
que no nos confundan.
La esperanza también desgarra,
también aplasta.
De qué sirve retener
el oxígeno para después
si no queda esperanza.

Por eso,
que nada te frene la caída,
que no se te agoten los precipicios
y que la felicidad derrape
por tu sonrisa.
Que sea justo ese chupito
de tequila
el que te saque a bailar
y no lo sea
tus ganas de que te vea. 

Además, por eso de que dicen
que de algo hay que morirse,
que sea de vivir demasiado
y de hacerlo bien.
Y no de quemarte en unos ojos
que todos acaban llamando infierno.

Una noche
las ganas y los miedos
van a dejar de arder en la garganta
y en el estómago. 
Van a acabar
en las manos de alguien
que no sabe cómo 
susurrarte entre paréntesis
y vibrar sin comillas. 

Las palabras dejarán 
de romperse en los dientes 
de quien quiso y no pudo.

Alguien siempre tiene que dar
el golpe final. 
Y sí,
esta vez
con todas sus consecuencias. 


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